Padre Ignacio

Dicen que sus palabras traen alivio y que sus manos sanan. Que su sonrisa carismática provoca tanta fe que los fieles se multiplican día tras día. Que su magnetismo es tan grande como las multitudes que lo siguen. Por eso, todo Rosario habla de él, y el murmullo está llegando al resto del país y a sus fronteras.

Se trata del padre Ignacio, un "cura sanador", según lo definen. Será por eso que alrededor de 80.000 personas ya lo visitaron durante este año en la pequeña capilla de la parroquia Natividad del Señor, ubicada en el barrio Parquefield, al norte de esta ciudad. Alrededor de él se creó un fenómeno similar al que todavía perdura en González Catán, provincia de Buenos Aires, donde el legendario padre Mario Pantaleo sembró una esperanza de vida para miles de personas.

De piel morena, gestos convincentes, mirada cautivante y una tupida barba, el padre Ignacio llegó a Rosario hace mas de 30 años. Nacido en el humilde pueblo de Balangoda, en Sri Lanka, se ordenó como sacerdote, y su primera misión fue en la Argentina, de donde dicen que ya no se irá. Perteneciente a un movimiento llamado Cruzada del Espíritu Santo, del que hoy es titular en el mundo, Ignacio Peries era uno de los hijos de Mateo Kurukulasuriya, quien trabajaba en una firma británica fraccionadora de té.

El silencio parece ser norma. El padre Ignacio no da reportajes ni quiere hablar con la prensa. En cuatro oportunidades varios diarios intentaron consultarlo, pero fue en vano.

En Rosario se lo conoce y la gente habla de él sin escepticismo: "Al menos, Ignacio concede una esperanza", es la frase que se repite.

Todo por los enfermos

Desde siempre, el padre Ignacio tuvo la mirada puesta el dolor de los enfermos. Rápidamente, su carisma se apoderó de los fieles y hoy no tiene otra vida que la parroquia, oficiar hasta tres misas diarias, dar charlas a los jóvenes, bendiciones a los adultos y atender muchas personas por día que quieren sanar de algún mal físico o psíquico.

Miles de personas que aguardaban ser bendecidas por el Padre. Durante la semana lo hacen otros tantos que recibieron un turno para poder verlo y recibir la imposición de sus manos.

De pie en la tarima del altar, el Padre Ignacio los atiende por riguroso orden. En grupos de hasta cinco se van ubicando frente a él. El padre se detiene delante de cada uno y les dedica alrededor de dos minutos. Primero les pregunta por qué han venido y qué les sucede. Luego, toca las partes del cuerpo en las que puede estar la afección, les impone las manos y, en algunas oportunidades, los toma de la nuca y los fieles caen al suelo, en donde prosigue con la "sanación".

La gente se retira exultante de esperanza, con los ojos húmedos de emoción, a veces, o con una sonrisa difícil de esconder por la alegría de haber llegado hasta este hombre que -según él mismo dice- no sabe de dónde saca fuerza física y mental para estar allí tantas horas. Luego del ritual, un señora con inocultable tonada santiagueña se dirige hacia la calle. Su gesto es otro bien distinto del que mostraba cuando llegó. Se llama María Inés Giménez y tiene 52 años. "Desde que murió mi marido tengo depresiones. Me hablan de cualquier cosa y lloro. Creo que ahora todo cambiará. Al menos, puedo hablar con usted sin llorar; ya lo ve", le indica a quien esto escribe, mientras hace gala de un nuevo estado de ánimo.

Hay gente que dice tener cáncer, o una afección respiratoria. También hay una madre con su hija, que padece síndrome de Down. "Es posible -acepta la mujer- que la Ceci jamás pueda ser como los demás, pero creo que el padre aliviará su futuro." Alrededor del templo hay un par de puestos que venden bidones de hasta cinco litros que luego serán llenados con agua bendecida por el padre. También hay algunos puestos que ofrecen gaseosas y panchos. En el mostrador de uno de los quioscos, una mujer cuenta que las multitudes son asombrosas y que hay días que llegan ómnibus con creyentes de todas las provincias. La vendedora no quiere dar el nombre: "Es que desde la parroquia tratan de que esto no se convierta en una romería", dice.

El padre prefiere el bajo perfil. Dicen que quiere alejar lo suyo de toda posibilidad de sensacionalismo. Sólo existe un libro dedicado a él, que se vende en todos los quioscos de revistas y que va por la segunda edición. Allí está el testimonio de Amalia Pettinari, enferma de cáncer que dijo que se recuperó tras confiar en el padre. También está el de Miguel, un chico con una enfermedad terminal, según los médicos, cuyos pronósticos jamás llegaron a cumplirse. Y el de Deolinda Martínez, que tras un derrame cerebral fue bendecida por el padre y hoy sólo repite: "Gracias a Dios, y al padre Ignacio". E Ignacio comentó: "Yo no soy un sanador, sólo transmito el poder de sanación de Dios. El actúa a través de mí". Hace poco, el padre ofició una misa en la catedral de Rosario y ni la plaza central bastó para la multitud que se reunió. Como tampoco alcanzan las palabras de los fieles que quieren agradecerle. Ignacio, mientras tanto, calla y sigue.

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